Al aire libre tuvo lugar la última clase de guitarra con un maravilloso compartir en el parque.
Las guitarras se hicieron sentir a la vera del Manzanares al son de coplas y melodías de la música popular en un ambiente familiar nutrido, ya no sólo por la clase, sino también por padres, madres, hermanos, hijos y demás parientes de los estudiantes. Y es que en una gran familia fue en lo que se terminó convirtiendo aquella multitud de gentes, con miedos, intrigas y muchas ganas de aprender, de la primera clase.
Un signo inequívoco de que más allá de la teoría, las notas, los acordes, Dios también se hizo un hueco en las aulas para revelarse en cada clase: la auténtica fraternidad que florece de lo que un año atrás fuesen tan sólo tímidos brotes… “mirad cómo se aman”.
Después de más de un año aquellos principiantes son hoy una imparable vorágine de nuevas inquietudes por los sonidos y las melodías, plenas para ser regadas al voleo por las apasionantes sementeras de la música. Con la autonomía suficiente para crear y redescubrir entre trastes y acordes nuevos tañidos, y el puerto seguro de sus mentores al cuál podrán siempre volver detrás del dato preciso para seguir avanzando en su aprendizaje.
Sólo Dios, quien ha dirigido esta obra, puede saber con certeza los frutos. Aún cuando no llegasen a tocar la guitarra a la perfección, si algo en el futuro recordasen de lo transmitido en clase, más allá de lo técnico, aquello que se enseña para la vida: la disciplina, la puntualidad, la concentración, la constancia, la oración, ningún esfuerzo habrá sido en vano… “si Dios no construye la casa, en vano fatiga el obrero”.
Aquello que otrora fuese la sugerencia de algunos fieles y consiguiente reto asumido con cierto temor y temblor, hoy no es más que una auténtica experiencia gratificante donde la guitarra, la música, fue el vehículo; pero Dios siempre, al mismo tiempo, el conductor y la meta.